Quienes me conocen un poco saben que una de las ramas de la fotografía por la que siempre he sentido debilidad es la fotografía de naturaleza, al fin y al cabo no deja de ser la unión de dos de las cosas que más me gustan: disfrutar de la naturaleza y la fotografía. Sin embargo no he sido capaz nunca de obtener buenas fotografías en este campo salvo casos muy contados, que sólo pueden considerarse fruto de la pura suerte más que de cualquier otra cosa.
Y es que, nos vayamos por el camino que nos vayamos, la fotografía de naturaleza tiene un gran handicap que hace que me sea complicado el realizar buenas fotos; más allá de las carencias de técnica o de equipo que pueda tener (que también pesan lo suyo, ojo), la carencia más importante que tengo al respecto es muy importante: tiempo. Cualquier fotografía de naturaleza bien realizada lleva detrás, generalmente, mucho tiempo invertido: en encontrar la localización, en esperar la hora en la que la luz es mejor, en buscar el día con el cielo adecuado o, en el caso de la complicadísima fotografía de fauna, en localizar al animal, tomar nota de sus costumbres e instalar el escondite que te permita aproximarte a él en condiciones de logar la toma.
Y es que, en la Península, realizar fotografías de fauna silvestre sin recurrir a técnicas de ocultación y uso de largos teleobjetivos, es poco menos que una quimera: los animales llevan muchas generaciones de convivencia, generalmente tortuosa, con el hombre, y saben que si aparecemos nosotros, lo mejor es no estar ellos cerca. Así podemos ver excelentes primeros planos de fauna exótica, en lugares remotos, tomados con objetivos angulares; en los que el fotógrafo, a parte de hacerlo bien y estar en el sitio y todas esas cosas, de lo que se tenía que ocupar era de ponerse a la distancia suficiente para que el bicho le entrase en el campo de vision. Hace tiempo recuerdo haber leído el comentario de uno de los grandes, si no me equivoco en National Geografic, donde comentaba que, en una de las expediciones que hizo, él iba todo ufano con el 80-200 montado, para realizar unos planos de unos pingüinos, y acabó montando el 17-35 y tirando mayoritariamente en 17mm para que los bichos le saliesen enteros, porque no había manera de mantenerlos a distancia. Eran los tiempos de la película, cuando un 17mm daba el encuadre que nos daría ahora mismo en una Nikon D700 o una Canon EOS 5, cuando algunos lo consideraban, incluso, demasiado angular.
Por estos lares, hacer foto de fauna sin recurrir a un 400mm o similar y eso contando con el factor de recorte que tienen la mayoría de DSLRs; y sin contar con escondite es tener ganas de perder el tiempo o de no obtener buenos resultados. O al menos, no obtener primeros planos de los bichos.
A veces, sin embargo, suena la flauta, aunque sea por casualidad, y aunque el encuadre no sea el mejor, la posición del bicho diste de la idónea… y el lugar donde te lo encuentras no es que sea especialmente agraciado desde el punto de vista de la fotogenia… pues puedes realizar una foto en la que el animal no es un punto perdido en el encuadre.
Ésta está hecha gracias al 100-300mm f:4 con su teleconversor dedicado, que tuvo a bien prestarme Javi Orive en esos momentos. Es decir, está realizada con una focal óptica de 420mm y, por lo tanto, con el encuadre equivalente al que obtendríamos en una cámara de formato 135 con un 630mm… o sea, con un tele muy largo… y aún así tuvimos mucha mucha suerte.
A ver si antes de que acabe el verano, el uso del hide da mejores frutos.